‘La vérité’: La ficción camuflada

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La sensación previa a enfrentarnos a La vérité es que en cierta forma estamos topando con esta trascendencia post-Palma de Oro. Y esto, de primeras, da un poco de miedo. | Por Ferran Calvet

Por Ferran Calvet

Hace algo más de un año, la popularidad de Hirokazu Koreeda trascendió los límites de la cinefilia para llegar a un público más amplio a raíz de la Palma de Oro que le fue otorgada por Shoplifters, un fenómeno similar al que se encuentra actualmente Boon Jong-hoo gracias al mismo galardón y su más que notable película Parásitos.

La sensación previa a enfrentarnos a La vérité es que en cierta forma estamos topando con esta trascendencia post-Palma de Oro. Y esto, de primeras, da un poco de miedo. La primera película de Koreeda fuera de su hábitat natural y lengua materna, llevando su producción nada más ni nada menos que a Francia, con un elenco tan simbólico –y, en parte, algo desgastado–, deja algunas pistas extra cinematográficas que alertan, en cierta forma, que si en los anteriores encuentros con Koreeda había la certeza previa de encontrarse con una película premeditada, cuidada y compleja, posiblemente en esta ocasión estos atributos se aligerarán e incluso se diluirán.

En la breve presentación previa de la película, programada en la Secció Gran Reserva del Festival Most de Vilafranca del Penedés, se revelan aspectos que el cinéfilo prefiere descubrir durante el metraje y no que le descubran justo antes de empezar. Las referencias previas a Vértigo, incluso a Rebeca, provocan que la mirada de quien tiene frescas estas películas se centre en esta dirección hitchockiana pre-anunciada y rabiosamente gratuita.

En el primer encuadre del film se nos presenta una de las imágenes más significativas. Árboles, seguramente pertenecientes al jardín de alguna finca. Entre las hojas de sus copas, un espacio nos deja ver cómo, de fondo, pasa un metro verde y blanco. París.

Los primeros compases de la película continúan dándonos pistas de lo que posteriormente se desenvolverá: Una actriz que pasa sus sesenta (Catherine Deneuve) concede una incómoda entrevista en motivo de la publicación de su libro de memorias. Mientras, llegan a su selecta y apartada finca, curiosamente construida en frente de una cárcel, su hija (Juliette Binoche), su yerno (Ethan Hawke) y su nieta, para celebrar la publicación.

En pocos minutos Koreeda tiene la capacidad de plantear un tándem de situaciones tensas que ponen, ya de entrada, sus personajes en tela de juicio. Solo la inocente niña (Clémentine Grenier) es capaz de escapar de este sospechoso y desconfiado ambiente.

La historia no tarda en desvelar una de las claves del film: Una actriz que, por motivos que poco a poco se irán revelando, brilla por su misteriosa ausencia, viéndose en cierta forma reencarnada en una joven intérprete que comparte reparto con el personaje de Deneuve. Es aquí donde la influencia de Vértigo se evidencia, más si nos fijamos con su pelo recogido en forma de espiral, apelando de forma directa al de Judy Barton. Ausencia, presencia y este toque de necrofilia hitchockiana.

El homenaje al cine, pero, no solo se desempeña a partir de esta referencia, sino que se desenvuelve durante todo el film, convirtiéndose este en un tira y afloja entre la realidad y la ficción, no solo cuando la protagonista se encuentra delante de las cámaras, sino también en su cotidianidad. En Deneuve, los aspavientos cinematográficos se filtran en su vida personal y familiar, camuflados en parte tras una marcada egolatría que nos puede recordar, de una forma menos teatral, al personaje de Norma Desmond de Sunset Boulevard (Billy Wilder, 1950).

Koreeda también llena de significado las escenas del set, las cuales no son distinguibles de la trama que se lleva a cabo detrás de las cámaras. La historia materno-filial de Deneuve con la supuesta reencarnación de su amiga Sarah delante de las cámaras son escenas indistinguibles de lo que en el film se nos plantea como la realidad. Una complejidad cinematográfica que curiosamente no trata de engañar al espectador sino de hacerlo topar de bruces con dos realidades tan conectadas como alejadas entre sí.

Los toques más desenfadados que humorísticos no cambian la profundidad intelectual de una película que consigue borrar del todo los prejuicios previos que anteriormente señalábamos. Koreeda no rebaja ninguna de sus aspiraciones por trabajar lejos de casa, reafirmando su cualidad de cineasta completo. Si en su anterior película el japonés ponía el foco en una familia pobre que roba para sobrevivir, su trasvase a Francia le sirve para retratar las esferas altas de la sociedad y la cultura parisina. Y es que Hirokazu nunca aceptaría realizar la misma película dos veces.

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