El miedo a envejecer de Paco Plaza y George A. Romero

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En el presente Festival de Sitges se han presentado dos películas que, aunque están rodadas con 46 años de diferencia, presentan la materialización del pánico a la vejez y las dificultades vitales que esta etapa conlleva. | Por Ferran Calvet (Sitges 2021)

Por Ferran Calvet (Sitges 2021)

Llegar a la vejez es, quizás inconscientemente, la intención de la mayoría de las personas con las que uno comparte cultura -incluso sociedad-. Aun así, si nos hicieran nombrar algunos de nuestros mayores miedos, es posible que después de una honda reflexión, señalemos el envejecimiento como uno de ellos. ¿Cómo podemos sostener esta contrariedad? La literatura fantástica y el cine de género llevan años intentando responder a esta pregunta. De hecho, buena parte de los monstruos clásicos del terror giran alrededor de esta búsqueda de la longevidad combinada con la de la eterna juventud. Por poner un ejemplo primitivo -advertimos de la simplificación que prosigue-, al Drácula de Bram Stoker le movía la obtención de sangre de mujeres jóvenes para evitar el envejecimiento, sentando las bases de la idea del vampirismo que ha llegado a nuestros días a partir de interpretaciones pop como Solo los amantes sobreviven (Jim Jarmuch, 2013). 

Aun así, el cine de género ha conseguido acercarse de una forma más realista y punzante a este temor común, sin dejar necesariamente atrás sus referencias originales. La prueba es que en el presente Festival de Sitges se han presentado dos películas que, aunque están rodadas con 46 años de diferencia, materializan ese pánico a la vejez y las dificultades vitales que esta etapa conlleva. 

Estamos hablando, por un lado, de La Abuela, el último trabajo de Paco Plaza, presentado en la Sección Oficial Especials del certamen tras su paso por la sección competitiva del pasado Festival de San Sebastián. El film, cuyo guión ha escrito Carlos Vermut a partir de una idea original del propio Plaza, nos presenta a Pilar (Vera Valdez), una octogenaria que vive alejada de su único vínculo familiar, su nieta Susana (Almudena Amor), que vive en París debido a su trabajo como modelo. Cuando Pilar enferma debido a un derrame cerebral, la joven se ve obligada a volver a Madrid para cuidar de ella y arreglar sus cuidados antes de volver al trabajo. 

A partir de esta fractura en la vida de ambas, Plaza y Vermut sientan las primeras ideas del film, sobre todo en la disquisición sobre el deber moral de los jóvenes de cuidar de sus mayores, aunque esto signifique renunciar a parte de su etapa vital más fructífera. Aunque la posición de La Abuela no es del todo transparente, entrevemos en Susana cierta disconformidad con la situación, más por el break que ha tenido que hacer en su vida que por el sufrimiento de su abuela. Pero la complejidad desplegada por Vermut es mayor que ese supuesto, y el film plantea otra premisa esencial en la composición del aparato terrorífico del film, que no es otra que la propia condición de senectud. Con el cuerpo como testigo del inevitable desgaste que provoca el paso del tiempo, Plaza intenta transmitirnos esta angustia fruto de nuestro miedo al deterioro físico y mental provocado por la vejez, un terror que también se advierte en la joven protagonista del film en el momento que se encuentra su primera cana o en un juego de espejos que intercambia los rostros y que funciona como una especie de presagio. 

Un aspecto a remarcar de La Abuela, es que ningún detalle, por insignificante que parezca, es fruto de la casualidad. El ya nombrado juego de espejos, el reloj que se para, el pájaro en la jaula o el óleo que retrata a Pilar. Vermut y Plaza componen una constelación de símbolos y mecanismos que si bien nos pueden desconcertar en un inicio, terminan por ser importantes cuando la propuesta del film deja de ser el miedo vital a la senectud y florece lo embrujado y sobrenatural. Aunque con un arranque algo lento e irregular, la última película del director de Quien a hierro mata (2019) es un ejemplo de cómo el género es otro instrumento para hablar de los miedos más íntimos del ser humano. 

Casi medio siglo antes de la película de Plaza, George A. Romero rodó la cinta que hoy conocemos como The amusement park (1975), un film de apenas una hora de duración que fue recuperado el año 2019, poco después de la muerte del director de grandes hitos del terror como La noche de los muertos vivientes (1968). El film ha sido presentado en el certamen barcelonés en el marco de la sección Seven Chances gracias a su restauración en 4K. 

Con presupuesto exiguo y un equipo formado por voluntarios, Romero aceptó el encargo de realizar una película que concienciara de la fragilidad y, en cierta forma, la marginación que sufren las personas mayores. Para ello, el director neoyorquino nos presenta a un anciano -interpretado por Lincoln Maazel- dispuesto a pasar un día en un parque de atracciones, una idea macabra y despiadada que aboca al personaje a la desesperación provocada por un funcionamiento frenético y excluyente a su condición. A partir de esta alegoría de la fragilidad de la vejez y, al unísono, al narcisismo que caracteriza las nuevas generaciones, Romero nos plantea, al igual que Plaza, el terror a partir de nuestros pánicos más personales. 

Sin ningún otro elemento que identifique The amusement park como una cinta terrorífica más allá de la sensación de desasosiego del personaje -que poco a poco se va transmitiendo al espectador- el film es de aquello más plano, un aspecto que va en acorde con su voluntad aleccionadora. Y es con esta intención que el director norteamericano hace que la película sea un pez que se muerde la cola, planteando un desenlace que nos sitúa en el mismo punto de partida con el objetivo de exponer, por si aún no había quedado claro, la moraleja de esta historia de horror y pánico. 

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