Por Ferran Calvet (Cinéma du Réel)

Por el contexto geopolítico actual, resulta extraño encontrar, en la programación de cualquier festival, una producción ruso-americana. Quizás esto es lo que llama más la atención, a primera vista, de la cinta Piblokto, que compite en el Cinéma du Réel parisino. La explicación a esta atípica combinación la tienen los orígenes de los directores de la película, Anastasia Dhubina y Timofey Glinin, dos artistas visuales nacidos en San Petersburgo que actualmente viven y trabajan en San Francisco. Pero también su localización, la Península de Chukotka, de la que solo 82,7 km le separan de Estados Unidos a través del Estrecho de Bering, que pone agua de por medio entre Siberia y Alaska.

El término piblokto es utilizado para definir el síndrome que afecta a la conducta de los inuit y las poblaciones del ártico, y que se caracteriza por provocar episodios de histeria e irracionalidad, seguidos de una amnesia total por parte del afectado. La cámara de Dhubina y Glinin nos transporta a esos parajes árticos susceptibles al piblokto para deleitarnos con un relato etnográfico de una de las zonas más remotas del planeta. Sus habitantes, o al menos los que muestra la cámara, trabajan en la pesca de ballenas y morsas, así como en la caza osos polares, acciones que se plantean, en el filme, con el afán de que la cámara sirva de intermediario entre el espectador y la acción, sin ningún tipo de manipulación o influencia. Estos parajes más contemplativos se completan, además, con pequeñas entrevistas a habitantes de la comunidad.

Aun así, lo que muestra Piblokto es algo más profundo que una serie de costumbres ancestrales; es una contraposición al modelo de vida urbano -y occidental-, cuyas fronteras se encuentran a menos de cien quilómetros de la localización del documental. Ante las sociedades sedentarias, claramente de vocación capitalista, los directores de la cinta nos presentan un modelo que, además, puede destacar por llevar implício un término tan usado en nuestro día a día: sostenibilidad. Y es que, ante supermercados llenos de envases y futuros residuos, ¿no es, acaso, más sostenible el modelo de vida de los inuit? Y, por otro lado, ¿no son, estas civilizaciones remotas, las principales víctimas de la sobrepoblación en las zonas urbanas, en lo que el cambio climático se refiere?

Sin comprar grandes proclamas o tesis marxistas, Dhubina y Glinin nos presentan una antítesis del capitalismo y las sociedades industrializadas, aunque por ello nos veamos obligados a ser testigos del sufrimiento de animales sacrificados en favor de la supervivencia humana. Y es que el filme supura una interesante reflexión en este sentido, cuando nos preguntamos cómo una sociedad con una relación tan íntima con la tierra puede tener tan interiorizado el sacrificio animal. Este modelo diferente de relación entre el humano y la naturaleza supone otra dimensión para el documental, que se convierte, consecuentemente, en una reflexión sobre la concepción de la muerte en escenarios y sociedades más triviales.

En las últimas imágenes del filme, aparecen unos niños que juguetean, en plena calle, con lo que, en nuestro marco mental, deberían ser juguetes o peluches. No tardamos en descubrir que lo que tienen entre sus manos son cadáveres de aves, con los que se inventan enfrentamientos e historias para dar más sentido a la acción lúdica. Lo que nosotros podríamos considerar pobreza, es más bien costumbre y, por qué no, lo más cercano que estas civilizaciones pueden estar de lo que en occidente entendemos como riqueza.

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