‘Nicolae’: Un fantasma del pasado
Mihai Grecu reúne un equipo de grabación y se lanza por zonas rurales de Rumanía a anunciar, a través la megafonía de su coche, que Ceauşescu ha vuelto. | Por Ferran Calvet
Por Ferran Calvet (Festival de Rotterdam)
Si damos un paseo por la ciudad de Bucarest, capital de la antigua República Socialista de Rumanía, se erige ante nuestros ojos el que es el segundo edificio más grande del mundo por detrás del Pentágono. La llamada casa del pueblo o, técnicamente, el Palacio del Parlamento, fue levantado por el impulso del entonces presidente Nicolae Ceaușescu, guiado por sus vastas pretensiones dictatoriales. Ceaușescu no pudo ver como su obra faraónica se terminaba: En 1989, unos días después de la caída del Muro de Berlín, una serie de disturbios contra el gobierno comunista terminarían por enviar al dictador —y a su esposa— a la papelera de la historia, iniciando un proceso de transición hacia el actual régimen democrático.
Treinta-y-dos años después, Mihai Grecu reúne un equipo de grabación y se lanza por zonas rurales de Rumanía a anunciar, a través la megafonía de su coche, que Ceauşescu ha vuelto. Esta es la chispa que enciende el documental Nicolae, seleccionado en la sección de mediometrajes del Festival de Rotterdam. Lo que de primeras puede parecer un trolleo a sus conciudadanos, poco a poco nos descubre una faceta profunda y de un interés superlativo, gracias a la recolecta de testimonios que sufrieron directamente el deterioro del país provocado por el régimen comunista.
Aun así, el documentalista no se conforma con realizar un documental al uso que nos muestre, a partir de sus testimonios directos, las desgracias de antaño. Es posible, además, que este sea un ejercicio que ya esté hecho. Sin embargo, la rotura con el formato de entrevista tradicional no se produce hasta bien entrada la cinta y gracias a una bandera comunista que funciona a modo de madalena proustiana, quizás por la voluntad de Grecu de guardar cierta diligencia y respeto al formato y a sus partícipes. Cuando parte de ellos se liberan ante la cámara, no solo estamos ante una película que habla del pasado, sino que ofrece una versión del presente a través de voces que representan una generación que retiene más que aguarda.
Lo que resulta sorprendente de Nicolae es que su verdadero atractivo no se desvela hasta los últimos coletazos del film, aunque se debe de reconocer que el recorrido previo no distorsiona el resultado final, más al contrario, lo enriquece. Y esa ruptura se produce a través de algo que ya se ha avanzado con la inclusión, en algún plano, de unas gafas de realidad virtual y el anuncio a modo de vaticinio profético desde el coche. En la era de los avatares y el deep fake, resulta que Ceauşescu sí ha vuelto, pero en forma de holograma. En la línea de la provocación soft que se ha llevado a cabo a lo largo del film, Grecu proyecta un falso discurso del dictador difunto en varios puntos del poblado y reúne a sus habitantes para hacerlos testigos.
Lo interesante, pero, no está en la reacción de estos sino en el gesto de Grecu, que convierte el documental en una reflexión que aborda la tendencia de la historia a repetirse, sea en la forma que sea y en la realidad que sea. Si el progreso tecnológico está acercando, cada vez más, la utilización de una realidad virtual como un espacio tan válido como el nuestro, ¿quién nos puede garantizar que aquel será un firmamento libre de especímenes como Ceaușescu? Para Grecu, no existe realidad más segura que aquella en la que la muerte existe y en la que los hologramas no son más que un rayo proyectado, de tal forma que si nos encontramos a nuestro peor demonio en la puerta de casa podremos decir: “Está muerto. Somos libres”.