El posthumor de Dupieux y Cavestany (Sitges 2020)

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Ambas cintas tienen en común una peculiar forma de encarar el humor, haciéndolo además a través del fantástico, aportando así una capa de contenido que trasciende más allá de la pieza humorística. | Por Ferran Calvet

 

Por Ferran Calvet

En el Urban Dictionary, donde los que no habitamos en un gueto de Birmingham buscamos las palabras más estrambóticas de la lengua inglesa, post humor es definido como “algo que es divertido solo porque alguien piensa que lo es”. Creo que hay pocas definiciones que apelen tan directamente al cine de dos de los autores que en la recién celebrada edición del Festival de Sitges colocaron sus últimas propuestas en la selección oficial.

Estamos hablando, por un lado, de uno de los nombres más mediáticos de las últimas ediciones del certamen, Quentin Dupieux, sobre todo desde que el año pasado presentara a competición Le daim (en España, La chaqueta de piel de ciervo) la cinta más hilarante de la edición y a la vez el descubrimiento definitivo de una forma atípica de hacer humor: salvaje, sin escrúpulos ni complejos. Un humor que ya desenvolvió, aunque de una forma mucho más tímida, en la edición de 2018 con Au poste! (Bajo arresto) y en anteriores ediciones con Realité (2014), Wrong cops (2013), Wrong (2012) y Rubber (2010). Este año ha presentado Mandibules a competición y ha establecido el grito de guerra del público sitgetano: ¡Toro!

Por otro lado, hablamos del madrileño Juan Cavestany, creador entre otras cosas de la serie Vota juan (2019 – ) y director de películas que se enmarcan en esta fase post humorística en España como El asombroso mundo de Borjamari y Pocholo (2008) y las más elaboradas Dispongo de barcos (2010) y Gente en sitios (2013), presentes en las respectivas ediciones del certamen barcelonés. Este 2020 se ha presentado en la sección Noves Visions Un efecto óptico, protagonizada por la pareja formada por Pepón Nieto y Carmen Machi.

Ambas cintas tienen en común una peculiar forma de encarar el humor, haciéndolo además a través del fantástico, aportando así una capa de contenido que trasciende más allá de la pieza humorística, convirtiéndose en interesantes propuestas reflexivas sobre la sociedad y el mismo dispositivo cinematográfico.

Es lo que encontramos, sobre todo, en la cinta de Cavestany. La historia nos presenta una pareja en crisis de Burgos que decide viajar a Nueva York para arreglar sus problemas matrimoniales. Cuando llegan a su destino, la que tendría que ser la ciudad más espectacular del mundo se parece excesivamente a Burgos. A partir de esta premisa, Cavestany nos aboca a su propia versión de El día de la marmota mezclada con toques de El show de Truman para llevar al espectador al límite de su paciencia a través de la repetición de las mismas secuencias una y otra vez con pequeños cambios que suponen apuntar a un perfeccionamiento de la historia orquestado por la hija de ambos. En las peripecias del viaje, Cavestany parodia los tópicos matrimoniales al mismo tiempo que retrata y ridiculiza las filias y las fobias del turista moderno, devorador de espacios y costumbres, ansioso por retratarse con los puntos más populares y pasear por las calles más transitadas. Sonriendo en la foto, como si nada pasara. ¿Nos suena?

La historia de Cavestany está dispuesta a provocar sentimientos encontrados ante un trasfondo tan interesante y una ejecución tan pesada e incomprensible por momentos, pero en ocasiones delirante con la inclusión de pintorescos personajes secundarios que seguramente surjan del imaginario del propio autor. Aun así, este toque incómodo es la puntilla que necesita la cinta para remover y no dejar indiferente, para que esta no sea una propuesta más de la repetitiva industria humorística española sino una singular comedia de un desencuentro anunciado.

También estaba bastante anunciado el destino de los dos protagonistas de Mandibules, aunque esta vez el relato no vaya de la mano de un matrimonio sino de un dúo de amigos a cuál peor. En una de sus aventuras para conseguir dinero, dan con una mosca gigante que pronto pasa a ser objeto de entreno con el objetivo de domesticarla y sacar dinero de sus supuestas dotes. A partir de ello, Dupieux nos presenta una odisea de problemas y ocurrencias que surgen de la serie de aprietos en los que se encuentran los personajes, llegando al punto álgido cuando se hospedan en casa de una mujer que se cree que el personaje interpretado por Grégoire Ludig es un amigo de la infancia.

Como en todas sus propuestas, Dupieux no tiene ni pizca de compasión por unos personajes que son llevados al límite del ridículo, hasta el punto de ganar la indulgencia del público por pena o todavía mejor, por empatía. Es lo que podemos sentir cuando vemos a David Marsais encariñarse de una mosca gigante o a Adèle Exarchopoulos mostrar las secuelas cognitivas que arrastra de un accidente. Al final, los personajes de Dupieux, por muy extremados que sean, no son más que el reflejo de un conjunto de actitudes presentes en la mayoría de grupos sociales y, como no, en los patios de butacas de los cines en los que se proyectan sus películas.

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