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‘Taming the garden’; Arrebatar los recuerdos (Berlinale 2021)

1 marzo, 2021 Deja tu cometario Escrito por Ferran Calvet González

Por Ferran Calvet (Festival de Berlín)

A los que hemos coqueteado con el coleccionismo amateur, siempre nos ha atraído el hecho de conocer las colecciones más extrañas y valiosas habidas y por haber en el planeta. La mayoría de las personas que las poseen, tienen en común una obsesión por disponer de ciertos objetos como forma de saciar su fetichismo, y un alto poder adquisitivo que les permite obtener las piezas más preciadas del campo o temática a la que dedican sus esfuerzos. En Taming the garden, de la cineasta Salomé Jashi, el foco se pone en la recolección de árboles centenarios por parte de un multimillonario georgiano (y antiguo primer ministro del país) que tiene como objetivo llevarlos a su inmenso jardín de árboles en cautividad. La película, que se presenta en la sección Forum de la 71ª edición de la Berlinale, fue estrenada y aclamada a comienzos de año en el Festival de Sundance, donde tuvo su première mundial. 

Las intenciones de esta cinta, por suerte, no son las de reseguir y buscar entender esta perversa práctica, sino la de mostrarnos las consecuencias sociales, económicas y sobretodo emocionales que provocan las extirpaciones de estas estructuras centenarias de sus entornos autóctonos. Y aún en esta línea, Jashi, de forma acertada, no se lanza a la búsqueda de un discurso medioambiental, que también sería lícito (y que en cierta forma ya viene incorporado), sino que indaga en la cara humana de la pérdida de unos árboles plantados y cuidados por los antepasados de los trabajadores y campesinos que habitan en estos entornos. 

Sin embargo, por decisión de la propia directora, la importancia del relato recae en cómo esta peculiar deforestación responde a una de las múltiples formas que tienen las altas esferas de pisar y ningunear los estratos más bajos de la sociedad, pudiendo llegar a interpretar que estas extracciones responden a una concepción feudalista de la sociedad por parte del perpetrador de tales aberraciones.

Aun así, uno de los grandes logros de Jashi es el de combinar estos dramáticos (y traumáticos) desplazamientos con momentos de suma calma y belleza. Porque aunque sea difícil reconocerlo, hay planos que son increíblemente cautivadores, aun sin dejar de ser espeluznantes, como los de estos árboles encima de barcos navegando por el horizonte, como una especie de isla flotante en movimiento con destino a unos espacios especialmente preparados para su cautividad.  

Es sobre todo en los últimos tramos de la película cuando la imagen, además de ser bella, encuentra su verdadero motivo de ser. Escenas como la que presenta una especie de rúa fúnebre que los habitantes de una aldea forman detrás del vehículo que se lleva un árbol (su árbol) o cuando la cámara sube al barco y viaja junto a esta gran estructura, dirección al zoo de árboles centenarios que al final del metraje aparece para ridiculizar, todavía más, el cometido de este magnate. 

Toda la parte emocional y humanística del film nos recuerda a una propuesta española de 2016, la película El olivo de Icíar Bollaín, que en aquella ocasión utilizaba la ficción para plantear un fenómeno similar; el de la pérdida de un árbol que atesoraba un montón de historias, sentimientos y emociones en su cobijo. Y en ambos casos, por supuesto, existe el elemento de clase, no siendo casualidad que el destino de los troncos de Bollaín y Jashi sean similares: espacios desnaturalizados, deshumanizados y al servicio, cómo no, de los que tienen el dinero para pagar estos trasplantes. 

CINE DE AUTOR, CRÍTICA, FESTIVALES
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