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Cuarentena cinéfila: Carta #43

8 mayo, 2020 Deja tu cometario Escrito por Jaime Lapaz

[A raíz del confinamiento dictado por las autoridades en motivo de la pandemia de Covid-19, los críticos Jaime Lapaz y Ferran Calvet realizan una serie epistolar diaria en la que intercambian algunas de sus inquietudes cinéfilas y se proponen mutuamente visionados de películas pendientes.]

Sabadell, a 8 de mayo de 2020

Querido Ferran,

Dado que los recorridos festivaleros de este 2020 los hemos compartido —Berlinale, Americana y D’A—, no puedo hacer otra cosa que suscribir tus palabras acerca de que este año, pese al porvenir incierto, ha sido para nosotros del todo fructífero en el ámbito de la cinefilia. Solo en estos cuatro meses que llevamos de año he podido disfrutar de películas tan fascinantes como À l’abordage, Undine, The Beach Bum, La Flor y My Mexican Bretzel. De hecho, estas dos últimas las he descubierto, en parte, gracias a ti y a la correspondencia que nos llevamos escribiendo durante los últimos cuarenta y tres días. Así que ya no es solo que esta serie de cartas o crónicas diarias nos estén sirviendo para poner algo de orden a estos días tan desestructurados, sino que están nutriendo nuestra memoria y bagaje cinematográfico de un modo totalmente placentero.

Durante la presente edición del D’A, hay una corriente de películas que parece explorar el modo en que se puede abordar el material de archivo. Ya te hablé de Video Blues y de My Mexican Bretzel hace unos días, pero en esta carta van a aparecer un par de cintas más que de algún modo se nutren de ello. La primera es Aznavour by Charles, una película del propio Charles Aznavour realizada por Marc di Domenico. La cita de apertura es “Todo lo que vemos en el cine es falso, y, aun así, es la única realidad que conocemos”. Comparte una idea circundante a la que sustentaba My Mexican Bretzel, pero en este caso se comunica desde un primer momento al espectador que la reinterpretación del material no parte de cero, es decir, de la mentira, de la ficción; sino que la narración es una adaptación de textos, entrevistas y otros materiales de Charles Aznavour. Así que en ese inicio se encuentra la primera de las muchas contradicciones del documental de di Domenico. La película es un biopic en que “la voz” de Aznavour —si es que aquello que se recita es verdaderamente producto del cantante— se yuxtapone a sus vídeos de viajes, para así exponer varias reflexiones e ideas. Por desgracia, la mayoría de ellas son lugares comunes sin ningún tipo de profundidad, y su mirada etnográfica nunca trasciende lo personal. En Aznavour by Charles, además, se encuentra una mirada clasista que se contradice con la presunta humildad de “algunos ruedan para mantener la distancia (…), yo ruedo para sentirme más cercano”. “Me veíais, pero yo también os veía” es la idea con la que Aznavour abre y cierra su fluido montaje, pero la película gira sobre sí mismo continuamente.

Precisamente por lo contrario brilla Las buenas intenciones, de Ana García Blaya, la cuarta de la corriente de películas de las que te hablaba. En este caso, las cintas originales —material autobiográfico— son utilizadas para construir una ficción que trasciende lo personal. De hecho, en esa recreación ficticia de la infancia de la cineasta, se juega también con la reconstrucción de un material de archivo fingido, que sirve para, por un lado, dar veracidad a la película; y por otro, revelar el carácter íntimo de la misma, en unos títulos de crédito generosos y modestos. El componente dramático escala poco a poco —con un buen uso de la elipsis—, hasta confluir en una despedida escrita con la mayor de las sensibilidades. La película explica la inevitable ruptura familiar, fruto de un divorcio, a través de la relación padre e hija. El carácter de la pequeña Amanda es maduro y consciente —maravilloso casting de la actriz—; mientras que el hombre se mueve en una adolescencia tardía, de tardes de fútbol, chicas, fiesta y música. García Blaya reconstruye formidablemente una infancia universal, con sus álbumes de cromos y sus viajes en coche, yendo más allá de los años noventa de la crisis argentina.

En la sección Direccions del D’A se encuentra la última película de Arnaud Desplechin, Roubaix, une lumière. Se trata de una cinta policíaca cuya estructura se divide en dos: la primera parte enfoca los casos delictivos en el drama social, y la segunda se centra un crimen que esconde un melodrama romántico. A través del género, Desplechin construye una película de varias vertientes. Esa transición de una parte a la otra se hace con total naturalidad gracias al personaje interpretado rigurosamente por Roschdy Zem. El suyo es un protagonista de ideales platónicos —la búsqueda de la virtud, sin placeres mundanos y renunciando a la familia—, y su actitud comprensiva lo conforman como el policía de provincias idóneo para Roubaix, la ciudad más peligrosa de Francia. La afición del comisario Daoud, las carreras de caballos —que no las apuestas—, sintetiza la elegancia y el poderío del personaje.

En esa primera parte se presentan varios sucesos en los que la policía de Roubaix debe intervenir. Las investigaciones sirven a Arnaud Desplechin para conformar un primer tramo coral en que la ciudad de Roubaix es explorada a través del humanismo. Los protagonistas de un coche incendiado, una fiesta que se va de madre, una desaparición y un atraco a una panadería son retratados de forma transparente. La policía resuelve los casos con un cariño genuino por la ciudad, consciente de que la falta de orden no debe ser tratada con miedo y lejanía, sino con honestidad. Los agentes conocen tanto a los delincuentes —todos ellos impostores de poca monta— que hasta les tienen cariño.

Pero hay dos casos que parecen más difíciles de resolver. El primero es una agresión sexual de un violador, detenido en Lille y que se resuelve en off —quizás sea uno de los pocos elementos vagos y equívocos del guion—. El segundo, y en el que se centra la segunda parte del metraje de Roubaix, une lumière, es el robo y el asesinato de una mujer octogenaria. La investigación de los hechos pasa de un segundo plano al primero cuando se revela que una pareja de mujeres son las principales sospechosas. Es entonces cuando el equipo de policía de Roubaix y el comisario Daoud establecen una búsqueda de la verdad a través de dos métodos: el interrogatorio a las sospechosas y la posterior reconstrucción del crimen; es decir, mediante lo oral y lo tangible. Lo revelador de la película es que las dos mujeres nunca llegan a ponerse completamente de acuerdo, ni en su declaración ni en la vuelta al lugar de los hechos, porque el amor las ciega a cada una a su manera. Desplechin da más importancia a la emoción —el primer plano— que a la explicación. “Ahora que hemos confesado, nos separan”, dice una de ellas.

Al inicio de la película, el comisario Daoud le explica al agente recién llegado, Louis Coterelle, que su trabajo “no es dictar sentencia, sino mantener el orden”. Daoud afronta los interrogatorios con la voluntad de lograr que las sospechosas expresen su verdad, y así terminar con una relación amorosa que solo puede acabar trágicamente —“mantener el orden”—; mientras que el policía novato se toma los careos como una lucha para alcanzar la explicación exacta de lo que ocurrió —“dictar sentencia”—. Daoud es un personaje platónico porque sabe que la búsqueda de la verdad es solamente un ideal a alcanzar, mientras que Coterelle aún se encuentra en el mundo de las ilusiones. Daoud disfruta viendo correr a los caballos, mientras que Coterelle apuesta por cuál de ellos ganará. Arnaud Desplechin construye magistralmente una reflexión filosófica a través del cine de género.

Ya que cuando recibas esta carta solo nos quedará un fin de semana para disfrutar de la programación del D’A, me gustaría saber cuales crees que son tus películas imprescindibles del festival, por si acaso no he podido ver alguna de ellas aún. Mis favoritas, por ahora, son: My Mexican Bretzel, Roubaix, une lumière, y Violeta no coge el ascensor.

Un abrazo,

Jaime

CINE DE AUTOR, CRÍTICA, FESTIVALES
D'A 2020
Cuarentena cinéfila: Carta #42
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